Hace mucho tiempo,
el Sol era un indio, que tenía la cara muy brillante. El Sol se dedicaba a
desbrozar montaña y quemarla (hacer conuco) para sembrar ocumo, pues el sólo
comía ocumo. Un día que fue a beber agua y bañarse en una quebrada (arroyo)
después del trabajo, al acercarse, vio en un pozo de agua un remolino, como el
de una persona que se sumerge y quedó pensando qué sería aquello.
El Sol regreso otro
día con más sigilo al pozo de agua y vio a una mujer pequeña, pero de una
cabellera larguísima, que le llegaba a los pies. Estaba bañándose y jugando
batiendo el agua con sus cabellos. Pero ella se dio cuenta de que venía el Sol
y se sumergió en lo profundo del pozo. Pero el Sol logró asirla por la
cabellera antes de que pudiera escapar.
"A mí no, a mí
no", gritó aquel ser, que se llama Tuwenkaron, y dijo: "Yo te enviaré
una mujer para que sea tu compañera y esposa". Entonces el Sol soltó su
cabellera y dejó irse a Tuwenkaron.
Al otro día,
estando el Sol limpiando el conuco y juntando los árboles para pegarles fuego,
vio venir a una mujer blanca, que le enviaba Tuwenkaron.
"¿Ya limpiaste
el conuco?", le preguntó la mujer.
El Sol le contestó:
"Aún no, apenas he limpiado más que este pedacito que ves y he juntado
estos pocos montones".
Después dijo el Sol
a la mujer: "Saca esos ocumos, que yo asé, del rescoldo, para comer".
Ella saco los
ocumos de las brasas y le dijo al Sol: "Aquí está ", y comieron.
Después dijo el Sol
a la mujer: "Pega fuego a los montones, que yo junté".
Y la mujer pegó fuego
a los montones con un palo rajado y conchas secas. Cuando terminó de pegar
fuego la mujer y dijo: "ya está".
Volvió a decir el
Sol: "Ahora vete a buscar agua”.
La mujer se fue a
la quebrada con su camaza, se agachó para coger el agua. Mientras la estaba
cogiendo y llenando la camaza, se le ablandaron las puntas de las manos (los
dedos), y después los brazos y todo el cuerpo, así quedó aplastada como un
montoncito de arcilla. Esto paso porque aquella mujer estaba hecha con tierra
blanca. En vista de que la mujer no volvía, el Sol se fue a buscarla y cuando
llegó a la quebrada, encontró el pozo con el agua de color terroso, era la
mujer que se había deshecho enturbiando el agua.
Entonces el Sol,
disgustado, dijo: "Eso es lo que me manda Tuwenkaron, una mujer que no
sirve ni para coger agua". Después se subió más arriba a beber agua no
turbia y como ya estaba atardeciendo, el Sol se fue a dormir a su casa.
Amaneció y fue otro
día más para el Sol, el cual tornó a su conuco a trabajar en la limpieza. Al mediodía,
cuando ya iba a comer, Tuwenkaron le mandó otra mujer, negra como la gente de
esa raza.
La mujer le
preguntó al Sol: "¿Ya limpiaste el conuco?".
"Sí y
no", respondió el Sol, "apenas he limpiado ese poquito que tú ves, vete
a buscarme agua para beber, para que comamos juntos".
La mujer se fue a
la quebrada, trajo el agua y comieron juntos el ocumo. Después de comer, el Sol
se pegó de nuevo al trabajo y le dijo a la mujer: "Mientras yo sigo
amontonando, tú pega fuego a los montones ya hechos".
La mujer cogió un
palo rajado para ir a pegar fuego. Se arrodilló junto a unas brasas, sopló para
levantar llama, pero el fuego le calentó la cara y de ahí se fue derritiendo,
luego por los brazos y después por todo el cuerpo, así quedó aplastada como un
montón de cera silvestre, porque aquella mujer estaba hecha con cera.
El Sol se volteó
repetidas veces para ver el fuego que iba prendiendo, pero como no veía humear
ningún montón se fue a ver qué pasaba con la mujer e iba diciendo: "Pues
si le dije que fuera pegando fuego a los montones", pero al acercarse
encontró a la mujer derretida y convertida en un montón de cera.
Entonces el Sol se
fue a la quebrada y dijo: "Hay que ver qué mala y embustera es Tuwenkaron,
pues bien, ahora yo voy a secar está quebrada, yo voy a secar toda el
agua".
Pero Tuwenkaron,
sin dejarse ver, le contestó: "No, no, no hagas eso, espera que yo te voy
a mandar una mujer".
Pero aquel día el
Sol la paso molesto y en la noche se acostó bravo, pero al otro día, cuando
hubo amanecido, el Sol se fue, según su costumbre, a trabajar en su conuco. Y
estando inclinado sobre su trabajo, se le presentó otra mujer de color rojizo
(de laja), con una olla en su mano.
La mujer,
poniéndose delante, le preguntó: "¿Ya limpiaste el conuco?", pero el
Sol no le contestó, como si no oyera, escamado con los engaños pasados.
"¿Por qué no
me contestas?", volvió a preguntarle la mujer.
El Sol le contestó:
"Porque todas son embusteras, todas se aplastan o se derriten".
"Si es
así", replicó la mujer, "me regreso a Tuwenkaron".
Pero el Sol le
dijo: "Bueno, espera que yo te pruebe”.
Y entonces le mandó
pegar fuego, y lo pegó y no se derritió. Luego le mandó traer agua y la trajo y
al cogerla no se ablandó. Después le mandó cocinar ocumo en la olla y el Sol
vio cómo la colocaba sobre unas piedras y cómo hacía el fuego. El Sol observó
con cuidado todas sus costumbres y habilidades.
Cuando comenzaba a
atardecer, la mujer dijo al Sol: "Yo vine para regresar".
"Bueno",
le contestó el Sol, "hazme la comida para que regreses".
Y después que la
hizo, la mujer le dijo al Sol: "Ea, me voy, me voy para regresar mañana
temprano".
El Sol le dijo
también: "Sí, vente bien de mañana".
Al otro día el Sol
se fue más temprano que de costumbre al trabajo. La mujer vino también muy
temprano. El Sol volvió a probar otra vez a la mujer, le mandó a traer agua, le
mandó hacer fuego, le mandó cocer la comida y viendo que ni se ablandaba, ni se
derretía, ni se rajaba, le cayó en agrado y se llenó de alegría. Al caer la tarde,
fueron a bañarse juntos a la quebrada, y entonces el Sol vio muy bien que la
mujer era rojiza, como los pedazos de piedra de fuego que suele haber en el
lecho de los ríos. No era blanca ni tampoco negra.
El Sol le dijo
entonces a la mujer: "Vámonos a mi casa".
Pero la mujer le
dijo: "No se lo dije a Tuwenkaron".
"Eso qué tiene
que ver", le replicó el Sol.
Pero la mujer le
contestó: "Eso no lo puedo hacer de ninguna manera".
"Entonces",
dijo el Sol, "vente bien temprano a prepararme la comida".
"Está
bien", le dijo ella, "y también le diré a Tuwenkaron para quedarme
contigo".
Y efectivamente, al
otro día la mujer vino muy temprano, le hizo comida cocida, le asó ocumo,
arrancó yuca, la ralló e hizo casabe. Aquel día se quedó a dormir con el Sol y
desde aquel día vivieron siempre juntos y encontraron (tuvieron) varios hijos,
y esos fueron los Makunaimas, los hijos del Sol, los antepasados de los Pemónes.
Algunos indios
dicen que los nombres de la madre de ellos era Aromadapuén y que los nombres de
los hijos fueron los siguientes: Meriwarek, el primogénito; luego Chiwadapuén,
hembra; Arawadapuén, segunda hija, y Arukadarí, el más pequeño, que muchas
veces se le llama Chiké. Este es el comienzo de la leyenda de los Makunaimas,
la más grandiosa del Pueblo Pemón.
Algunos indios
dicen que Tuwenkaron no había enviado al Sol esas mujeres, sino que él mismo,
deseando tener una mujer por compañera, había ido fabricando esas mujeres para
sí hasta que por fin acertó con la que le convenía. Cuando un indio sueña con
una olla, que se rompe en pedazos, dice cuando amanece: "Esto quiere decir
que alguno se va a morir porque nosotros estamos hechos como una olla".
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